No encanta el artículo, “Los regeneracionistas en la crisis de Europa, del historiador Fernando García Cortázar, publicado en Cultura/Historia de ABC, día 27/01/2015 a las 2.07 h.
Se nos quiere ofrecer una deformada imagen de unos formidables pensadores como Ortega, Azaña, Costa o Maeztu
Hoy mismo, cuando nos enfrentamos a una crisis que solo puede
entenderse en su magnitud si se la relaciona con las lesiones que ha
provocado en nuestra conciencia nacional, vuelven a aparecer, en
tertulias, tribunas y conferencias, quienes advierten contra los
presuntos
desvaríos del regeneracionismo. Desde la
confortable butaca académica del pragmatismo se atreven a despreciar
el elogio que en estos días
de reiterada desesperanza colectiva hacemos algunos
de aquel
grupo de españoles que se planteó el problema de España,
precisamente para buscar solucionar aquellos problemas concretos que
había de abordar nuestra nación.
Sobre los
hombres del 98, sobre la leal rectificación
realizada por los
del 14, caen las acusaciones de esteticismo
inmoral, de vaguedad en las propuestas y exageración en los
análisis, de impaciencia en la estrategia y confusión en los
objetivos. En las palabras de estos modernos
normalizadores, nuestros patriotas
de aquella España en crisis aparecen como
personajes excéntricos y airados, peregrinos en el desierto de su
propia ensoñación lírica, hablando a solas con el espejismo de un
país imaginario. La prosa de los
censores del regeneracionismo, amortajada en la
temperatura ambiental de un informe forense, quiere presentarse ahora
como el tono que corresponde a la sensatez, a la racionalidad, a la
repulsa de una carga emocional que desbarató nuestro esfuerzo por
integrarnos en la Europa liberal, parlamentaria, moderna y moderada.
Egoísmo narcisista
Al 98 se le impone el precario estado de la alucinación estética
y la ridícula exhibición del egoísmo narcisista. A
Costa se le atribuye un desequilibrio emocional que
le ciega la visión de las verdaderas bases del progreso. A
Ortega se le reprocha un permanente estado de exageración
analítica y Azaña
es propuesto como modelo de la impotencia radical del sectarismo.
Y todo se hace aludiendo al buen sentido, en el sagrado nombre de la
moderación y, claro está, en beneficio de ese secular recelo que
España ha sentido por los intelectuales.
Fruto de esa actitud es la deformada
imagen que quiere ofrecérsenos de aquellos
formidables pensadores, de aquella meditación colectiva y diversa
con la que nuestra nación pretendió enfrentarse a su destino. Y, en
esta serie que trata de seguir precisamente la línea que une la
inquietud
regeneracionista con las mejores esperanzas de una
recuperación de nuestra conciencia nacional, en los años de la
transición política, no podía quedar en silencio la reivindicación
de quienes ahora algunos
presentan como seres incongruentes con su tiempo,
dañinos para el futuro y, en buena medida, responsables de la
catástrofe de 1936.
En esta plenitud del primer
bienio republicano que estamos examinando, ha
podido verse de qué modo se pulsaban las advertencias lanzadas por
quienes se habían formado en los recintos apasionados y rigurosos de
la
crisis de la Restauración. En 1932 han hablado los
hombres de todas las tendencias del republicanismo radical, la
izquierda republicana, el catolicismo social, el regionalismo
catalán, el liberalismo moderado, el sindicalismo independiente, el
socialismo reformista, el tradicionalismo actualizado. De sus
palabras nos conmueve la sensata y nada ingenua confianza en la
necesidad
de regenerar y modernizar España. Su abierto afán
de construir una nación justa, consciente, libre, capaz de integrar
su cultura singular en el ámbito en peligro de la civilización
occidental.
Indigencia ideológica
Estas voces nos permiten descubrir de nuevo el paisaje cálido de
España, forjador de una
literatura espléndida que era mucho más que
entretenimiento formal. Estas palabras nos ofrecen una voluntad
conmovedora de hacer España desde las
ruinas procaces de su propia indigencia ideológica,
de su pérdida de fe en el destino de una nación. Los
hombres del 98 hablaron con solemnidad porque se
dirigían a un país que había caído en el desprecio de su propia
historia. Los hombres como Ortega hablaron con vehemencia porque
interpelaban a una sociedad que se resistía a entablar el diálogo
con la cultura moderna.
Los hombres como Azaña,
como Lerroux,
como Herrera
o como Cambó
desearon dar soluciones políticas a una España en la que la
convivencia debía ser el fruto de un inmenso trabajo de
democratización, de tolerancia y de organización cívica de nuestro
país. Sus
errores individuales, las sombras de sus trayectorias,
no ensucian el cuadro de conjunto que nos ofrece aquella España que
trataba de incorporarse sobre sí misma, sobre su propia hechura
histórica, sobre su ingente riqueza cultural. Una España que
intentaba salir de su conciencia abatida con una ilusión que nada
tenía de tramposa imaginería.
No fueron excéntricos
¿Cómo puede decirse que estos hombres eran unos seres
excéntricos en comparación con el pensamiento moderno, cuando todo
el continente estaba entregándose al totalitarismo y
no tardaría en enfilar el rumbo atroz de una guerra que le costó a
la civilización europea su posición dominante en el mundo? En 1932,
cuando la República empezaba a mostrar los conflictos que aún
estaban a tiempo de ser solucionados, resonaba la propuesta de una
España que quiso ser contemplada como empresa,
como destino a cumplir, como herencia a consagrar en una fiel
embestida contra el futuro.
Unamuno
reclamaba el respeto al idioma;
Ortega exigía la permanencia de la soberanía nacional; Maeztu
entonaba un hermoso himno a la Hispanidad como catálogo
espiritual de la derecha española; Marañón
defendía la posibilidad de un liberalismo español; Herrera
elaboraba el proyecto del catolicismo social y popular; Prieto
definía los límites del socialismo reformista; Cambó
asignaba al regionalismo su función de engrandecer la idea de
España; Pestaña
trataba de poner las bases de un sindicalismo obrero independiente.
Estos fueron, diversos y demasiadas veces enfrentados, los
objetivos de unos hombres nacidos en el gran giro intelectual que nos
proporcionó el regeneracionismo. Fueron congruentes
con una defensa de Europa que los propios europeos
se encargaron de echar por la borda en dos guerras mundiales y al
servicio de dos ideologías totalitarias. Fueron una
avanzadilla que nadie, ni siquiera la elegancia
expositiva de algunos académicos actuales, podrá colocar en una
vergonzosa retaguardia, en una anacrónica melancolía.
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