sábado, 28 de marzo de 2015

SIMÓN RODRÍGUEZ (PEDAGOGO)

Biografía y Vidas ttp://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rodriguez_simon.htm

Simón Rodriguez

(Simón Narciso Jesús Rodríguez; Caracas, Venezuela, 1769 - Amotape, Perú, 1854) Pedagogo y escritor venezolano. Jamás la historia de la América independentista ha sido tan injusta con uno de sus grandes personajes como lo fue con la obra del insigne educador y gran pensador americano don Simón Rodríguez. El relato de su vida, atrapado en el sobrenombre de El Maestro del Libertador, se destacó en la historia por el mérito de haber forjado el espíritu y las ideas de Bolívar, reduciendo a pasividad lo que fue realmente una activa relación de reciprocidad.

Simón Rodríguez
Pero Simón Rodríguez no nació para hacer de Bolívar el futuro Libertador de América; se hizo a sí mismo, más bien, para convertir en verdaderas repúblicas a los territorios conquistados por la libertad. El proyecto diseñado por Simón Rodríguez, basado en la colonización del continente por sus propios habitantes y en la formación de ciudadanos por medio del saber, lo dibuja como un gran pensador americano a quien, en virtud de su incesante lucha en favor de la educación popular, sería más justo recordar como el gran maestro de muchos. La originalidad de sus pensamientos, su sentido estricto de la honestidad, la trascendencia renovadora de sus ideas pedagógicas y sociales y la heterodoxia y excentricidad de sus métodos hablan de un hombre con sentido propio, ajeno al contexto de su época.
Biografía
Los historiadores suelen ubicarlo en la borrosa frontera que separa la genialidad de la locura; y no sin razón, ya que la vida de Simón Narciso Jesús Rodríguez se encuentra minada de anécdotas que no cesan de sugerir la interrogante. Nació en Caracas el 28 de octubre de 1769 (aunque también se afirma que fue en 1771); se dice que era hijo natural de Rosalía Rodríguez y de un hombre desconocido, de apellido Carreño.
Las imprecisiones en torno a su procedencia han animado la fábula: abandonado en las puertas de un monasterio, se crió en la casa de un clérigo de nombre Alejandro Carreño, quien se presume que era su padre, junto a su hermano Cayetano Carreño, que se convertiría en un famoso músico de la ciudad. Era alto y fornido, y su extravagante forma de vestir provocaba la risa de muchos.
Ninguna de estas referencias, sin embargo, cifra la existencia de Simón Rodríguez: viajero incansable, fue un cosmopolita en el sentido literal del término, a quien poco importaba el arraigo a cualquier vínculo familiar, cultural o territorial. El ethos de su vida fue siempre educar, y para ello recorrió el mundo entero, en busca de un lugar en el cual pudiera "hacer algo" y poner en práctica sus ideas. Ésta fue su verdadera patria.
El joven maestro
La larga carrera de Simón Rodríguez como educador, si es que así puede etiquetarse su incesante labor de "formar ciudadanos por medio del saber", se inicia oficialmente cuando el Cabildo de Caracas le otorga, en 1791, el permiso para ejercer de maestro de escuela de primeras letras en la única escuela pública de esa ciudad. Claro está que la formación autodidacta emprendida por Rodríguez desde muy joven habla de un inicio más temprano en su carrera y de un encuentro prematuro con la vocación del saber, la reflexión y el pensamiento.
A los veinte años de edad, según se dice, Simón Rodríguez ya había leído a Jean-Jacques Rousseau, particularmente el Emilio, y una traducción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Como muestra del ímpetu y la avidez de sus reflexiones, siempre originales y a contrapelo del medio, presentó al ayuntamiento de Caracas, en 1794, un estudio titulado Reflexiones sobre los efectos que vician la escuela de primeras letras de Caracas y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento.
Las ideas vertidas en este ensayo parten de la necesidad de formalizar la educación pública por medio de la creación de nuevas escuelas y la formación de buenos profesores; de esta forma, argumentaba, se promovería la incorporación de más alumnos (incluyendo a los niños pardos y negros) y la disminución progresiva de la enseñanza particular; se requería además buenos salarios.
Fue en esa época cuando, en la escuela de primeras letras del Cabildo de Caracas, tuvo entre sus alumnos, hasta los catorce años, al entonces travieso Simón Bolívar. Simón Rodríguez, que además de maestro era también amanuense del tutor de Bolívar, había sido recomendado para encargarse de la educación del futuro Libertador de América.

Simón Rodríguez
Alguna contingencia de vital importancia para la vida del maestro lo animaría a abandonar el país. La fecha de su éxodo es dudosa, tanto como la naturaleza de los acontecimientos que lo propiciaron. Es un lugar común el que afirma que Simón Rodríguez formaba parte de la famosa conspiración de Gual y España, descubierta el 13 de julio de 1797, y que tuvo que huir despavorido hacia La Guaira para embarcarse en un galeón con destino a Jamaica.
Hay quien asegura, sin embargo, que su partida ocurrió en fecha anterior a noviembre de 1795, y que fue motivada por su descontento con el régimen español: "Mal avenido con la tiranía que lo agobiaba bajo el sistema colonial (en palabras de O'Leary), resolvió buscar en otra parte la libertad de pensamiento y de acción que no se toleraba en su país natal". Jamaica le esperaba como puerto de inicio de una aventura de más de veinte años en el exilio.
El exilio
La vocación que mostraba Simón Rodríguez hacia la educación se manifiesta también en la atención que prestaba a los nuevos conocimientos; se encontraba sediento por aprender, al tiempo que diseñaba y ensayaba a su paso nuevos métodos de enseñanza. Una vez en Kingston, Rodríguez utilizó sus ahorros para aprender inglés en una escuela de niños; mientras lo hacía, se divertía enseñando castellano a los párvulos. Su método era curioso: "Al salir a la calle los alumnos lanzan sus sombreros al aire, y yo hago lo mismo que ellos".
Su siguiente destino sería Estados Unidos. En Baltimore se empleó como cajista de imprenta, oficio que le permitiría, más tarde, componer él mismo los moldes de imprenta de sus obras. Tres años después viajó a Bayona, en Francia, donde se registró bajo el nombre de Samuel Robinson "para no tener constantemente en la memoria (según dijo él mismo) el recuerdo de la servidumbre". Más tarde, en la ciudad de París, se empadronaría en el registro de españoles de la manera siguiente: "Samuel Robinson, hombre de letras, nacido en Filadelfia, de treinta y un años"; y esta identidad la mantendría los siguientes veinte años de su vida en el viejo continente.
En París conoció a Fray Servando Teresa de Mier, un sacerdote revolucionario de origen mexicano, y lo convenció para que juntos abrieran una escuela de lengua española. Para acreditar sus conocimientos, Rodríguez tradujo al castellano la novela Atala de Chateaubriand; Mier se atribuyó la traducción. También estudió física y química, y se convirtió en el expositor de orden de las investigaciones del laboratorio para el cual trabajaba.
Bolívar se encontraba en París desde 1803, y Simón Rodríguez formaba parte de sus amistades más cercanas. Ambos disfrutaban de largas tertulias, a veces solos y otras acompañados de Fernando Toro o de algún otro personaje. En 1805 emprendieron una larga travesía hasta Italia, cruzando a pie los Alpes. Fueron de Chambéry a Milán, luego a Verona y Venecia, Padua, Ferrara, Florencia y Perusa.
Por último, llegaron a Roma. Aquí fue donde subieron al Monte Sacro y se produjo el famoso juramento de Bolívar de libertar América: "Juro delante de usted (así describe Rodríguez el juramento de Bolívar), juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español".

El juramento del Monte Sacro
En la ciudad de Nápoles sus trayectorias se separaron: Bolívar regresó a América; Simón Rodríguez volvió a París y de ahí marchó a Alemania, y luego a Prusia, Polonia, Rusia e Inglaterra. Según su propio relato, trabajó en un laboratorio de química, participó en juntas secretas de carácter socialista, estudió literatura y lenguas y regentó una escuela de primeras letras en un pueblecito de Rusia.
Posteriormente, en Londres, se desempeñó como educador e inventó un novedoso sistema de enseñanza con varios tópicos, de los cuales uno estaba destinado al buen manejo de la escritura: colocaba a sus alumnos con los brazos en triángulo y los dedos atados, quedando en libertad el índice, el medio y el pulgar. Y los ejercitaba en seguir sobre el papel, situado oblicuamente, los contornos de una plancha de metal donde se había trazado un óvalo. De esta figura formaba todas las letras. "Nada más ingenioso (diría Andrés Bello), nada más lógico, nada más atractivo que su método; es en este sentido otro Pestalozzi, que tiene, como éste, la pasión y el genio de la enseñanza".
Y es que Simón Rodríguez era un apasionado de la escritura. Veía en ella unas capacidades expresivas que, desde su punto de vista, no estaban reflejadas en la gramática española. Solía escribir utilizando al máximo signos de puntuación, admiración y exclamación, mayúsculas y subrayados, y esquemas de fórmulas, símbolos, paréntesis y llaves, de forma tal que le resultara posible transmitir el espíritu y la complejidad de sus pensamientos. Quería una letra viva. Y así la habría de practicar a lo largo de todos sus escritos en Europa y una vez retornado al nuevo continente.
Retorno a América
Animado por las noticias que le llegaban de América, Simón Rodríguez emprendió viaje de regreso en 1823. En su largo exilio había madurado cada vez más sus ideas en torno a la educación y la política, nutriéndose, fundamentalmente, del pensamiento de Montesquieu. Es cierto que Rodríguez acogió las ideas de la Ilustración, pero las utilizó como referencia para la construcción de un proyecto muy original.
En realidad, no podía ser de otra forma, pues el legado de Montesquieu acerca del determinismo geográfico y cultural no invitaba a nada distinto. Así lo expresó Simón Rodríguez: "Las leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, [...] deben adaptarse a los caracteres físicos del país, [...] deben adaptarse al grado de libertad que permita la Constitución, a la religión de sus habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a sus maneras".
De ahí que su obsesión fuera, hasta el momento de su muerte, la de promover la "conquista de América por medio de las ideas"; era preciso formar ciudadanos allí donde no los había, y sólo así se lograría fundar verdaderas repúblicas que no fuesen una mera imitación de las europeas. La América española poseía su propia identidad, y había de poseer sus propias instituciones y gobiernos: "O inventamos o erramos". Su pensamiento, aunque original, chocaba con el ideario que imperaba en los albores de la Independencia americana. Quizá por ello nunca fue del todo comprendido, aun cuando su lucha por ser escuchado y por fundar escuelas públicas a diestro y siniestro no cesó sino en el instante de su muerte.
El reencuentro con Bolívar
Una vez enterado de la estancia de Rodríguez en Colombia, Bolívar le escribió una carta en la cual lo invitaba a encontrarse con él en el sur, donde se hallaba en plena campaña. En Bogotá, primer lugar de estancia a su regreso, sus primeros pasos se encaminaron a instalar una "Casa de Industria Pública". Deseaba, más que nada, dotar a los alumnos de conocimientos directos y habilitar maestros de todos los oficios.
El proyecto fracasó por falta de recursos y el maestro se dirigió hacia el sur. En Guayaquil presentó al gobierno un plan de colonización para el oriente de Ecuador. Finalmente, se encontró con Bolívar en Lima: Simón Rodríguez le presentó sus planes pedagógicos, que habrían de ser implantados en América, en las escuelas que el Libertador ya trataba de fundar y que pondría bajo la dirección del educador. Simón Rodríguez quedó incorporado a su equipo de colaboradores.
A mediados de abril de 1825 inició, junto con Bolívar, un recorrido por Perú y Bolivia. En Arequipa organizó una casa de estudios; después subió al Cuzco, donde fundó un colegio para varones, otro para niñas, un hospicio y una casa de refugio para los desvalidos. En el departamento de Puno hizo otro tanto. En septiembre, ya acompañados del general Antonio José de Sucre, presidente de Bolivia, entraron ambos en La Paz, antes de dirigirse a Oruro y a Potosí.

Simón Rodríguez
Y en Chuquisaca, en noviembre de 1825, tuvo que detener la marcha, pues el proyecto educativo de Simón Rodríguez había de comenzar en esa ciudad. Bolívar lo nombró entonces director de Enseñanza Pública, Ciencias Físicas, Matemáticas y Artes, y director general de Minas, Agricultura y Caminos Públicos de la República Boliviana. El primer día del año 1826 comenzaría a funcionar la llamada Escuela Modelo, que en el cuarto mes de su andadura tenía ya doscientos alumnos.
El plan de enseñanza era muy original: se agrupaba a los alumnos y se concertaban los métodos educativos, mezclándose la técnica y el espíritu. Los niños, entregados por entero a las tareas de aprendizaje, aun durante los ratos de diversión, eran observados individualmente por personal facultativo para identificar las inclinaciones de cada alumno. En palabras de muchos entendidos, la originalidad de estos proyectos se parecía a la aplicada en los famosos falansterios de Charles Fourier; sin embargo, Simón Rodríguez nunca había tenido contacto con aquella obra.
Con independencia de cuál fuera la filosofía implicada en el desarrollo de este proyecto, estuvo claro que no tenía encaje alguno en la sociedad de entonces; la gente no comprendía aquello y le parecía excesiva la inversión que demandaban las escuelas. El mariscal Sucre se vio influido por la crítica del medio, y escribió al Libertador para mostrarle su descontento con la obra de Robinson, como lo solía llamar. Después de enemistarse con todos, Simón Rodríguez renunció finalmente a su cargo. Con profunda rabia y decepción escribió una carta al Libertador, en la que se quejó amargamente de la incomprensión que había padecido.
Últimos años
Decepcionado por cuanto no le habían dejado hacer por la libertad de América, y arruinado y endeudado por cuanto había puesto de su bolsillo para el funcionamiento de las escuelas, se marchó al Perú. En Arequipa montó una fábrica de velas, de la cual esperaba obtener fondos para su manutención; las velas representaban también una muestra sarcástica de aquello que en su opinión había significado el "siglo de las luces" para América.
El éxito de su negocio, sin embargo, estuvo en su retorno a las actividades de maestro: los padres acudían masivamente a la tienda para que se encargara de la educación de sus hijos; y fue así como Simón Rodríguez pidió nuevamente licencia para ser maestro. En 1828 publicó su primera obra, titulada Sociedades americanas en 1828; cómo son y cómo deberían ser en los siglos venideros. Se trataba, en realidad, del prólogo de la obra, en el cual se defiende el derecho de cada persona a recibir educación, señalándose la importancia que ésta tiene para el desarrollo político y social de los nuevos estados americanos.
La primera parte fue reimpresa en El Mercurio Peruano al año siguiente, y continuada en El Mercurio de Valparaíso en noviembre y diciembre de 1829. También publicó en la imprenta pública una obra en defensa de Bolívar, titulada El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa social. Otras obras suyas fueron publicadas, entre las que figura un proyecto de ingeniería e hidrología en torno al terreno de Vincoaya. Había muerto el Libertador y el proyecto de la Gran Colombia había quedado deshecho.

Simón Rodríguez
Después de publicar parte de la obra Sociedades Americanas, se marchó a Concepción (Chile), invitado por el intendente de la ciudad para que "llevara a cabo el mejor plan posible de educación científica" en el Instituto Libertario de Concepción. Aplicó a la enseñanza el sistema diseñado en Arequipa, a propósito del proyecto hidrográfico, valiéndose de cuadros sinópticos. El primer cuadro era "fisionómico", y alcanzaba sólo a las nociones; el segundo era "fisiográfico", destinado a proporcionar el conocimiento; el tercero era "fisiológico" o de la ciencia, y el cuarto representaba lo "económico", es decir, la filosofía.
En 1834 publicó Luces y virtudes sociales, obra acabada de su gran proyecto de instrucción. Desgraciadamente, su suerte se vio teñida una vez más por la fatalidad: el terremoto de Concepción de 1835 acabó con todo, incluyendo la estancia de Simón Rodríguez en esa ciudad; "en América no sirvo para nada", exclamaría. Se marchó a Santiago de Chile y protagonizó un maravilloso encuentro con Andrés Bello, del cual brotaría parte del impulso de la universidad fundada por el insigne humanista.
Partió luego a Valparaíso, ciudad en la cual también se dedicó a la enseñanza, utilizando un método bastante original para la época: en la clase de anatomía, se desnudaba y caminaba por el salón para que los alumnos "tuvieran una idea del cuerpo humano". Por supuesto, esta didáctica no tuvo larga vida. La sociedad comenzó a rechazarlo; la población de alumnos descendería rápidamente y él acabaría en la más absoluta miseria.
Así lo encontró el viajero francés Louis-Antoine Vendel-Heyl, a quien diría, casi llorando, que "ni siquiera podía tener el consuelo de publicar el fruto de sus meditaciones y sus estudios". Como muestra del resquemor que sentía hacia la sociedad que frustró sus proyectos, en la puerta de la casa de Simón Rodríguez podía leerse un letrero que decía: "Luces y virtudes americanas, esto es: velas de sebo, paciencia, jabón, resignación, cola fuerte, amor al trabajo".
Sufriendo el temor de que su obra se perdiera, alrededor de 1842 escribió: "La experiencia y el estudio me suministran luces, pero necesito un candelero donde colocarlas: ese candelero es la imprenta. Ando paseando mis manuscritos como los italianos sus Titirimundis. Soy viejo y, aunque robusto, temo dejar, de un día para otro, un baúl lleno de ideas para pasto de un gacetillero que no las entienda. Si muriera, yo habría perdido un poco de gloria, pero los americanos habrían perdido algo más".
Reeditó la obra Sociedades americanas y, sin más, marchó rumbo al Ecuador. En el camino se detuvo en Paita y visitó a la amante de Bolívar, Manuela Sáenz, que se encontraba retirada en esa ciudad. En Latacunga fue acogido por un sacerdote, el doctor Vésquez, quien se empeñaba en que don Simón fuera maestro en el Colegio de San Vicente. A pesar de la insistencia del maestro en dedicarse a la agricultura, terminó siendo profesor de botánica de esa institución.
Paralelamente, y en forma coherente con su visión de las cosas, fundó en esa ciudad una fábrica de pólvora y al mismo tiempo publicó un folleto sobre la Fabricación de pólvora y armas con otras enseñanzas generales, en cuyo preámbulo se puede leer: "la pólvora es aquí el pretexto para tratar de la educación del pueblo". Posteriormente partió a Quito y fundó otra fábrica de velas; luego marchó a Ibarra, a Colombia, y regresó nuevamente a Quito en el año 1853.
Tenía 82 años y conservaba aún un aspecto atlético. Dictó una conferencia que sorprendió al público por sus experiencias y por sus amores tórridos e hijos dejados por el mundo, al igual que por sus ideas. Finalmente, en 1853, a pesar de haber manifestado su intención de volver a Europa con la ilusión de que allí todavía se podía "hacer algo", se trasladó a Amotate, ciudad peruana en la que falleció el 28 de febrero de 1854, a los 83 años de edad.
La obra de Simón Rodríguez
Guiado por la idea de que sólo a través de la educación popular se garantizaría la verdadera fortaleza y prosperidad de las nuevas repúblicas, Simón Rodríguez trazó un proyecto pedagógico de una originalidad indiscutible. En Rodríguez se fundían de manera extraordinaria el educador, el hombre de ideas y el escritor. Sus páginas son fascinantes no sólo por la consistencia de sus ideas y la alta temperatura pasional que les imprime, sino también por el indiscutible y original acento de novedad de su escritura. Ello se manifiesta en la particular vivacidad (rasgo inocultablemente americano) que insufla al castellano, un tanto envarado por siglos de retórica colonial, y en las innovaciones que introdujo en materia tipográfica.
Pedagogo influido por Rousseau y Saint-Simon, Simón Rodríguez fue un reformador intuitivo. Maestro de Simón Bolívar, sus inquietudes e ideas reformadoras influyeron poderosamente en la formación de El Libertador, según él mismo reconoció. Después del triunfo de Bolívar, Rodríguez fue director e inspector general de Instrucción Pública y Beneficencia y organizó escuelas, pero su inquietud y su carácter no lo dejaron nunca asentar, mal que se agravó tras la muerte de Bolívar; el maestro fue rodando hasta su avanzada ancianidad por Chile, Ecuador, Colombia y Perú.
Simón Rodríguez fue el primero que quiso aplicar en Sudamérica los audaces métodos educativos que empezaban a utilizarse a comienzos del siglo XIX en Europa, y por todos los medios trató de imponer en las atrasadas provincias de Bolivia y Colombia las novedosas y revolucionarias teorías sobre la educación de la infancia. Nutrido en las ideas de los grandes filósofos franceses del siglo XVIII, fue un espíritu inconforme y radical. Sus principales textos son El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa social (1830), Luces y virtudes sociales (1834) y Sociedades americanas en 1828; cómo son y cómo deberían ser en los siglos venideros (1828, última edición en 1842).
En El Libertador del Mediodía de América hizo una defensa vigorosa de la figura de Bolívar y de su actuación en la guerra de Independencia, exponiendo al mismo tiempo muchas de sus propias ideas sobre la cultura y el destino de los pueblos hispanoamericanos. Aunque esta obra es muy desigual, y por la premura en que fue escrita y el temperamento mismo del autor no guarda mucha unidad, resaltan en ella admirables y audaces pensamientos que hacen de la misma uno de los estudios más interesantes de la cultura americana del siglo pasado. Otros escritos suyos son El suelo y sus habitantes, Extracto sucinto sobre la educación republicana, Consejos de amigo dados al Colegio de Latacunga y Crítica de las providencias del gobierno.

viernes, 27 de marzo de 2015

ANDRÉS BELLO DE BIOLGRAFÍA Y VIDAS

BIOGRAFÍA Y VIDAS (http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/bello.htm)

Andres Bello

(Caracas, 1781 - Santiago de Chile, 1865) Filólogo, escritor, jurista y pedagogo venezolano, una de las figuras más importantes del humanismo liberal hispanoamericano. Andrés Bello tuvo el inmenso privilegio de asistir, en sus 84 años de vida, a la desaparición de un mundo y al nacimiento y consolidación de uno nuevo. Conoció las tres últimas décadas de dominación española de América, y sucesivamente el período de emancipación de las colonias españolas en el nuevo continente y la gestación de los nuevos estados nacidos del proceso de Independencia. Que fuera un privilegio lo que no deja de ser una mera coincidencia cronológica se debió a su extraordinaria capacidad para comprender y estudiar desde dentro y para impulsar efectivamente los resortes de la realidad que le tocó vivir.

Andrés Bello
Gran humanista liberal en la mejor tradición inglesa, ya que en el Reino Unido le tocó formarse filosófica y políticamente, Andrés Bello tuvo el talento de saber trasladar a la esfera práctica su gran erudición en terrenos tan diversos como la filología, la lingüística y la gramática, la pedagogía, la edición, la diplomacia y el derecho internacional. Por añadidura, aportó a las letras hispanoamericanas, en poemas nutridos de lecturas de los clásicos latinos, una incipiente conciencia autóctona. En su vasta erudición, en su talante político y en su sensibilidad literaria se refleja el ideal del clasicismo europeo, perfectamente aunado a la moderna sensibilidad nacional y patriótica de su tiempo.
Andrés Bello nació en Caracas, a la sazón sede de la Capitanía General de Venezuela, el 29 de noviembre de 1781. En su ciudad natal residió hasta los 29 años de edad. Sus padres, Bartolomé Bello y Ana Antonia López, no hicieron nada por impedir la voraz pasión por las letras que manifestó desde su niñez. Después de cursar sus primeros estudios en la Academia de Ramón Vanlosten, pudo familiarizarse con el latín en el convento de Las Mercedes, guiado por la amable erudición del padre Cristóbal de Quesada, que le abrió las puertas de los grandes textos latinos.
A los quince años, Bello ya traducía el Libro V de la Eneida. Cuatro años después, el 14 de junio de 1800, se recibía de bachiller en artes por la Real y Pontificia Universidad de Caracas. Y fue en aquel año de 1800 cuando se produjo su primer encuentro con un gran hombre, que abrió ya definitivamente los diques de su curiosidad e interés por la ciencia: Alexander von Humboldt, a quien acompañó en su ascensión a la cima del Pico Oriental de la Silla de Caracas, que entonces se conocía como Silla del cerro de El Ávila.
Bello inició entonces los estudios universitarios de derecho y de medicina. De familia modestamente acomodada, él mismo costeó en parte sus estudios dando clases particulares; junto a otros jóvenes caraqueños, figuró entre sus alumnos el futuro Libertador: Simón Bolívar. Además de estas actividades, a las que sumaba el estudio del francés y el inglés, Bello se sentía atraído sobre todo por las letras, y comenzó a escribir composiciones poéticas y a frecuentar la tertulia literaria de Francisco Javier Ustáriz.

Lección de Bello a Bolívar (detalle
de un cuadro de Tito Salas)
Sus primeros pasos literarios siguieron las huellas del neoclasicismo entonces imperante, y le valieron, en la sociedad caraqueña ilustrada, el apodo de El Cisne del Anauco. Además de traducciones de obras latinas y francesas, compuso en estos primeros años de desempeño literario las odas Al Anauco, A la vacuna, A la nave y A la victoria de Bailén, los sonetos A una artista y Mis deseos, la égloga Tirsis habitador del Tajo umbrío y el romance A un samán, así como los dramas Venezuela consolada y España restaurada.
A los veintiún años recibió su primer cargo público: oficial segundo de la secretaría de la Capitanía General de Venezuela, del que fue ascendido en 1807 a comisario de guerra y secretario civil de la Junta de la Vacuna, y en 1810 a oficial primero de la Secretaría de Relaciones Exteriores. En 1806 había llegado a Venezuela la primera imprenta, traída por Mateo Gallagher y James Lamb, muy tardíamente por cierto, si se piensa que la primera instalación de una imprenta en América se remonta a 1539, en la capital de Nueva España, México. En 1808 comenzó a publicarse la Gaceta de Caracas, y Andrés Bello fue designado su primer redactor.
En estos años de intensa actividad oficial comenzó a gestarse su gusto por la historia, la historiografía y la gramática, que quedó tempranamente plasmado en su Resumen de la historia de Venezuela, extraordinario primer brote en el que ya están presentes los principios humanistas rectores de su obra futura; en su traducción del Arte de escribir de Condillac, impresa sin su anuencia en 1824, y sobre todo en uno de sus fundadores estudios gramaticales: el Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, obra que comenzó a escribir hacia 1810 y que se publicaría en Chile en 1841.
El exilio londinense (1810-1829)
El momento decisivo en la vida y carrera intelectual de Andrés Bello fue la decisión de la Junta Patriótica, a raíz de los acontecimientos del 19 de abril de 1810, de enviar a Londres una misión diplomática con la encomienda de lograr la adhesión del gobierno inglés a la causa de la reciente y frágil declaración de independencia venezolana. El 10 de junio de ese año zarparon en la corbeta inglesa del general Wellington los miembros de la misión designados por la Junta, Simón Bolívar y Luis López Méndez, a quienes escoltaba Andrés Bello en calidad de traductor.
Bello ignoraba que ese viaje que entonces iniciaba lo alejaría para siempre de su ciudad natal, y que la ciudad a la que se dirigía, Londres, sería su residencia permanente durante los próximos diecinueve años. El primer acontecimiento importante de su nueva vida londinense se cifró también en el encuentro con un gran hombre: Francisco de Miranda. Llegados a la capital inglesa el 14 de julio, los tres integrantes de la misión recibieron alojamiento, consejos y ayuda de parte de Miranda, quien a su vez decidió sumarse al proceso independentista viajando a Caracas.
El 10 de octubre, fecha de su salida de Londres, Miranda dejó instalados en su casa de Grafton Street a López Méndez y a Andrés Bello, quien residiría allí hasta 1812. Bello tuvo acceso a la espléndida biblioteca del prócer, que ocupaba todo un piso. Cuando el 5 de julio de 1811 se declaró la Independencia de Venezuela, ambos fueron designados representantes del nuevo gobierno secesionista en la capital inglesa, cargo que perdieron al reconquistar los españoles el poder un año después.
Comenzó entonces para Bello, quien no pudo regresar a Venezuela so pena de ser procesado ante un tribunal militar por traición, un largo período de penurias económicas, que se prolongó durante una década. Tuvo mala suerte en las gestiones que inició para lograr un cargo y un sueldo. Así, en 1815, su solicitud de un puesto al gobierno de Cundinamarca fue interceptada por las tropas de Pablo Morillo y nunca llegó a su destino, y su posterior ofrecimiento de servicios al gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a pesar de ser aceptada, nunca tuvo efecto, ya que se vio incapacitado para trasladarse a Buenos Aires.
Mientras tanto, fue viviendo de trabajos a destajo: dio clases particulares de francés y español, transcribió los manuscritos de Jeremy Bentham y se desempeñó como institutor de los hijos de William Richard Hamilton, subsecretario de Relaciones Exteriores, puesto que logró gracias a su amistad con José María Blanco White, el gran intelectual sevillano exiliado en el Reino Unido y simpatizante con la causa independentista americana.

Andrés Bello
Pero éste fue también un período formativo de gran riqueza intelectual para Bello. Se vinculó activamente al círculo de los emigrados españoles, todos liberales y algunos de ellos, como Blanco White, grandes escritores, que hicieron de Londres su refugio durante las dos oleadas absolutistas en España. Por otra parte, en ningún momento dejó Andrés Bello de estudiar y acumular conocimientos. De su numerosa producción ensayística de estos años, se destacan precisamente sus trabajos filológicos, escritos o concebidos e iniciados en Londres, algunos de los cuales adquirirán con el tiempo la condición de clásicos.
Bello compaginó sus investigaciones científicas y críticas, en estos años de estrecheces económicas, con las actividades literarias. Lo mejor de su producción en este campo se cifra en sus composiciones poéticas, sobre todo en sus dos grandes silvas: la Alocución a la poesía, que dio a la imprenta en 1823, y la célebre La agricultura de la zona tórrida, publicada en 1826. Dentro de un molde neoclásico impecable, Bello vertió en ellas, por primera vez en la historia de las letras, grandes temas americanos, desde la exaltación de la gesta independentista hasta el canto a la feracidad de la naturaleza del continente.
Otra faceta notable de la formación que Bello se dio a sí mismo en estos años es la relacionada con el derecho internacional. A los conocimientos que había acumulado como funcionario de la Corona española, pudo agregar en estos años de intenso estudio un conocimiento a fondo de los cambios y desarrollos que se habían ido produciendo en esta área a raíz de las guerras napoleónicas, la Independencia de América y el Congreso de Viena. Bello adoptó la concepción liberal del Estado, propia de los utilitaristas ingleses, cuyo principal teórico, Jeremy Bentham, se convirtió en la fuente de su pensamiento político e institucional.
No menos importante fue el cuarto frente hacia el que Bello dirigió sus estudios y actividades. La ejemplar labor de publicista llevada a cabo por Blanco White en la capital inglesa durante aquellos años sin duda le sirvió de modelo, y después de colaborar en El Censor Americano con artículos en defensa de la causa independentista, participó activamente, junto con Juan García del Río, en la edición de las revistas Biblioteca Americana (1823) y Repertorio Americano (1826-1827), en el marco de las actividades de la Sociedad de Americanos de Londres, que contribuyó a fundar.
En la esfera de su vida privada, también los años de Londres significaron para Andrés Bello la asunción de su plena madurez. En mayo de 1814 contrajo matrimonio con Mary Ann Boyland, de veinte años, con quien tuvo tres hijos y de quien enviudó en 1821. Tres años después de este luctuoso acontecimiento, se casó en segundas nupcias con Elizabeth Antonia Dunn, también de veinte años, quien le acompañó hasta el final de sus días y le dio nada menos que doce hijos, tres de ellos nacidos en la capital inglesa.
Dos años antes de contraer su segundo matrimonio pudo Bello, por fin, volver a desempeñarse en un cargo de responsabilidad oficial, al ser nombrado secretario interino de la legación de Chile en Londres, a cargo de Antonio José de Irisarri. Junto con Irisarri había colaborado con El Censor Americano en 1820, y se había fraguado entre ambos una amistad basada en el mutuo respeto intelectual.
A partir de ese momento Andrés Bello lograría destacados reconocimientos a su labor y nombramientos a cargos de relieve e importancia política: un año antes de ser elegido miembro de número de la Academia Nacional de Bogotá, en 1826, se había encargado de la secretaría de la legación de Colombia en Londres, en la que apenas dos años después ascendió a encargado de negocios, y en 1828 recibió el nombramiento de cónsul general de Colombia en París, poco antes de recibir el encargo, por parte del gobierno colombiano, de la máxima representación diplomática de ese país ante la corte de Portugal. Pero prefirió marchar a Chile con su familia.
Chile, la patria definitiva (1829-1865)
Andrés Bello partió de Londres el 14 de febrero de 1829, a bordo del bergantín inglés Grecian, y holló suelo de la que iba a convertirse en su definitiva patria en Valparaíso, el 25 de junio. Salvo breves estancias en este puerto y en la hacienda de los Carrera, en San Miguel del Monte, vivió hasta su muerte en la capital chilena, Santiago. El desempeño de Bello en este país traza el arco ascendente de una de las carreras públicas e institucionales más brillantes que pudiera concebir un americano de su tiempo.
Inmediatamente, al llegar fue nombrado oficial mayor del ministerio de Hacienda. Al año siguiente inició la publicación de El Araucano, órgano del que fue redactor hasta 1853, y se encargó como rector del Colegio de Santiago. Pero la pasión pedagógica de Bello, iniciada en su adolescencia caraqueña, lo llevó a dar clases privadas, en su propio domicilio, a partir de 1831. Han llegado hasta nosotros los textos de sus cursos, dedicados al estudio del derecho romano y a la ordenación constitucional. Bello siempre estuvo convencido de que la instrucción y el cultivo espiritual son la base del bienestar del individuo y del progreso de la sociedad, razón por la cual nunca dejó de fomentar el estudio de las letras y de las ciencias; propuso la apertura de Escuelas Normales de Preceptores y la creación de Cursos Dominicales para los trabajadores.
También dio un fuerte impulso al teatro chileno con sus comentarios críticos a las representaciones y sus sugerencias a los actores en El Araucano. En este sentido, comparte con José Joaquín de Mora el mérito de ser el creador de la crítica teatral. Tradujo Teresa de Alejandro Dumas e inculcó en sus discípulos el gusto por la adaptación de obras extranjeras. Su conocimiento del teatro griego y el latino, el análisis de las obras de Plauto y Terencio y la lectura de Lope y Calderón le dieron la solidez suficiente para opinar sobre el asunto.
Otro nombramiento, el de miembro de la Junta de Educación, precede su admisión por el Congreso chileno a la plena ciudadanía, el 15 de octubre de 1832. Dos años después se desempeñaba como oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, función que asumió hasta 1852, y en 1837 era elegido senador de la República, cargo que conservó hasta su muerte. En los últimos años de su vida, sus vastos conocimientos en materia de relaciones internacionales le valieron ser elegido para arbitrar los diferendos entre Ecuador y Estados Unidos (1864) y entre Colombia y Perú (1865), honor este último que se vio obligado a declinar por motivos de salud, hallándose ya gravemente enfermo.

Andrés Bello (detalle de un retrato
de Raymond de Monvoisin, 1844)
El generoso reconocimiento que los chilenos le tributaron a Bello durante los treinta y seis últimos años de su vida lo colmó de satisfacciones. Pero entre todas ellas, cabe suponer que no las que pudieran derivar del poder político, sino otras, fueran las más estimadas para un hombre animado por un proyecto civilizador como el suyo, que puede resumirse en las palabras que utilizó Arturo Uslar Pietri para aquilatarlo: "Un empeño tenaz de reunir ciencia y conocimiento para decirle a los pueblos hispanoamericanos de dónde venían, con cuáles recursos contaban y el panorama del mundo en que les tocaba afirmarse y actuar".
A diferencia de tantos de sus más ilustres contemporáneos americanos, Andrés Bello no fue un hombre que ambicionara acumular honores y poder, y en cambio veía en el avance de la educación y las luces de las jóvenes repúblicas americanas, así como en la consolidación de las instituciones reguladoras de su recién conquistada libertad, el mejor servicio que podía rendirle a América. También Uslar Pietri lo dijo a su manera: "En su bufete de Chile, en su cátedra, en su poesía, en su prosa, en su palabra, estaba haciendo una América, una Venezuela, un Chile, un México más perdurables y grandes que los demagogos y los guerrilleros pretendían alcanzar en la dolorosa algarabía de sus revueltas y asaltos".
Por eso la hora que vivió como la coronación de los largos años de esfuerzos de su exilio londinense fue la que le trajo la inauguración de la Universidad de Chile, en 1843, cuyos estatutos él mismo había redactado un año antes y cuyo rectorado asumió gozoso, siendo reelegido mientras vivió. El discurso pronunciado por Andrés Bello en aquella oportunidad ofrece un compendio de sus concepciones pedagógicas y una guía para la orientación de los estudios superiores.
Del mismo modo, la publicación de sus inmensos estudios gramaticales sobre la lengua castellana iniciados en Reino Unido debieron de ser una ocasión de júbilo, que tuvo su punto álgido con la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, publicada en Chile en abril de 1847. Llegado a este punto de su carrera, Bello siguió investigando, escribiendo y publicando obras de gran interés científico y práctico: Principios de derecho de gentes (1832) es la primera obra que publica en Chile, y que después retomará, ampliará y transformará, en 1844, en un ya clásico Principios de derecho internacional.

Andrés Bello
Siguieron a esta obra los Principios de ortología y métrica, en 1835; en 1841, el poema El incendio de la Compañía, considerado en Chile como la primera manifestación local del romanticismo; una Gramática latina, en 1846; una Cosmografía, en 1848; una Historia de la literatura, en 1850, y en 1852, veintidós años después de haber iniciado su redacción en compañía de Juan Egaña, la culminación de la que es sin duda su obra más titánica, verdadero resumen de su concepción del estado liberal, cuya implantación propugnaba en toda América: el Código Civil de la República de Chile, que el Congreso chileno aprobó en 1855.
A estos textos hay que agregar una Filosofía del entendimiento, publicada póstumamente en 1881. En su lecho de agonía, encendido en fiebre, Bello musitaba palabras incomprensibles. Los que se inclinaban a recogerlas pudieron descifrar algunas: en su última hora, recitaba en latín los versos del encuentro de Dido y Eneas, de la Eneida.
Obras de Andrés Bello
En la primera mitad del siglo XIX, cuando el período colonial va camino de su definitivo eclipse, surgen tres figuras imprescindibles en la historia de la formación de la nacionalidad venezolana: Simón Rodríguez, Andrés Bello y Simón Bolívar. Si bien es cierto que este último, además de notable escritor, fue el principal responsable de la independencia política del país, los dos primeros lo fueron de su independencia espiritual. La figura de Andrés Bello resulta menos "familiar" que la de Simón Rodríguez, y esta distancia quizás se deba a esa suerte de nicho donde lo ha colocado la cultura oficial venezolana. Sin embargo, es imposible restarle méritos a la obra de este insigne humanista.
Excelente poeta, filólogo ilustre, erudito estimable, diplomático discreto, político ponderado y pensador singular, Andrés Bello representó la aspiración a la independencia cultural de Hispanoamérica y fue un polígrafo incansable: sus obras completas abarcan veinte tomos. Ya se ha reseñado la extraordinaria labor cívica que desempeñó en Chile, donde residió desde 1829 hasta su muerte: entre otras cosas, redactó el Código Civil de esta nación y fundó la Universidad de Santiago.
En esta ciudad publicó su importante Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), un trabajo sobre el que giraron las más importantes polémicas sobre el castellano de América a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Otra de sus piezas brillantes, digna de una atenta relectura, es su discurso de apertura de la Universidad de Chile. En cuanto al estilo, es uno de los momentos más altos de su prosa y, además, demuestra que ninguna rama del conocimiento era ajeno a su saber.
Obras poéticas
Como poeta, la valoración actual de su obra le otorga una importancia más documental que literaria. Andrés Bello poseía una extensa erudición poética, amén de un minucioso conocimiento del oficio, pero carecía del don creador. En el fondo (y a pesar de que, como dice Picón Salas, fue romántico a ratos), Bello nunca pudo salir del molde del neoclasicismo en el que se había formado, y es antes un diestro versificador que un verdadero poeta. Su extensa e inacabada Silva a la agricultura de la zona tórrida (fruto de su estancia en Londres entre 1810 y 1829) es una palpable muestra de pasión americanista.
Un modo natural de clasificar los poemas de Andrés Bello es separar las poesías originales de las traducciones o imitaciones. Así, en un grupo encontramos poemas de imitación, traducidos o versionados, como Los Djinns, La tristeza de Olimpio, Oración para todos, Moisés salvado de las aguas y Fantasmas, bajo la influencia de Víctor Hugo. Se le debe asimismo una traducción en verso del Orlando enamorado. Como filólogo, Andrés Bello se aplicó al remozamiento del Poema del Cid, trabajo que dejó inconcluso. Comenzada en 1823, su versión del Poema del Cid o Gesta de mío Cid constituye una obra maestra de erudición y buen gusto, siendo quizás la que más ha contribuido a difundir su nombre.
La parte original de su producción la constituyen piezas como Al campo y El proscrito. Al campo es una especie de égloga. En El proscrito, Bello mezcla el humor con la poesía: el caballero Azagra, descendiente de guerreros, anda aquí en gresca, como un nuevo Sócrates, con una moderna Xantipa. Sus dos poemas más importantes son Alocución a la Poesía (1823) y Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826). Ambos fueron publicados en las revistas londinenses que editaba Bello: la Biblioteca Americana y el Repertorio Americano, respectivamente.
Alocución a la Poesía (1823) viene a ser, con sus dos silvas, la obra más sobresaliente de Andrés Bello. En la primera silva, el autor invita a la Poesía a abandonar Europa por el prodigioso mundo descubierto por Colón, y el poeta alaba las grandiosas bellezas de la naturaleza americana. Después, Bello celebra las hazañas bélicas de la guerra de la independencia. En la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826) exhorta a los americanos a la paz, aconsejándoles trocar las armas por los útiles del labrador. Un estilo rico, de gran colorido, caracteriza en general toda su producción.
Obras filológicas
Pero quizás la de filólogo haya quedado como la faceta más perdurable de la personalidad de Bello. Ya se ha aludido a su reconstrucción del Poema del Cid; es preciso reseñar ahora su obra Principios de ortología y métrica de la lengua castellana, publicada en Santiago de Chile en 1835. La primera parte, la ortología, en la que analiza las bases prosódicas del español y los vicios habituales de pronunciación, especialmente los de Hispanoamérica, se considera hoy envejecida ante los modernos estudios de fonética, que han renovado totalmente esta disciplina.
Pero la métrica, que es la obra de un erudito y de un poeta, sigue teniendo plena actualidad. Frente a Hermosilla y Sicilia, que representaban el criterio neoclásico que quería a todo trance ver en el verso castellano la sucesión de sílabas largas y breves (es decir, un remedo de los pies griegos y latinos), Andrés Bello planteó los verdaderos fundamentos del verso castellano: "Después de haber leído con atención -dice- no poco de lo que se ha escrito sobre esta materia, me decidí por la opinión que me pareció tener más claramente a su favor el testimonio del oído".
Bello se basó en el oído y, también, en la práctica de los buenos poetas. Y así como deslatinizó la gramática castellana para analizar el verdadero sistema gramatical de su lengua, desterró de la métrica castellana (como señaló Pedro Henríquez Ureña) el fantasma de la cantidad silábica que había dominado todo el siglo XVIII. Los estudios de Bello pusieron el verso castellano sobre sus bases silábicas y acentuales.
La Real Academia Española, que había nombrado a Bello miembro honorario en 1851, aceptó sus principios en acuerdo del 27 de junio de 1852 y le pidió permiso para adoptar su obra, reservándose el derecho de anotarla y corregirla. De mayor importancia es aún su Gramática de la lengua castellana (1847), obra renovadora, de sencillez revolucionaria, impregnada del buen sentido y de la intuición genial que caracterizó la vida y la obra de aquel hombre sencillo e ilustre.
Obras filosóficas y jurídicas
La Filosofía del entendimiento fue publicada póstumamente como primero de los quince tomos de las Obras completas de don Andrés Bello, edición patrocinada por Chile que vio la luz a partir de 1881. Por las partes de esta obra aparecidas a partir de 1843 en la revista El Araucano, consta que Bello estaba en posesión de sus ideas básicas sobre filosofía desde esa época. Pensada como libro de texto, pero elaborada de forma innovadora, tiene como objeto de investigación un campo mucho más amplio que el mero entendimiento humano, puesto que en él incluye hasta la metafísica.
De primera formación escotista, con tendencias a la ciencia fisicomatemática, que predominaba cuando Bello estudió en Caracas (1797), y de matiz sensista, a lo Condillac, tendencia entonces dominante aun entre los religiosos, Bello acentuó cada vez más sus preferencias por el idealismo estilo Berkeley, impregnado de un espiritualismo muy a lo Cousin. De la formación inicial en las ideas de Escoto guardó, aparte de la separación reverente de fe y razón, la afición y cultivo de la gramática lógica pura y de la lógica matemática, que se hallan en la segunda parte de Filosofía del Entendimiento y que son cronológicamente independientes de los ensayos primeros en lógica matemática de Boole. La obra mereció grandes elogios de Marcelino Menéndez Pelayo, quien en 1911 la juzgaría "la más importante que en su género posee la literatura americana".
En el plano jurídico, los Principios de derecho de gentes (1832) de Andrés Bello ilustran su condición de jurista preparado y capaz, de reputado político e internacionalista que desempeña importantes cargos públicos en Chile y cuyos servicios son solicitados por los Estados Unidos para un arbitraje en cuestión de límites, y también por Perú y Colombia. Más influyente sería aún su labor como redactor del Código Civil chileno de 1852, cuerpo jurídico promulgado en 1855 que reglamenta las relaciones de la vida privada entre las personas. En vigencia desde 1857, fue un código modelo para diferentes naciones sudamericanas, y no necesitó de una primeras reformas hasta 1884.
En 1840, 1841 y 1845 se habían nombrado comisiones encargadas de redactar un proyecto de Código Civil, pero indefectiblemente habían terminado sucumbiendo ante la magnitud de la empresa y disolviéndose sin lograr resultado alguno. Andrés Bello, miembro de la última, prosiguió por sí solo dicho trabajo, hasta que, concluido, pudo presentarlo en 1852 al gobierno, el cual ordenó su impresión y nombró una comisión revisora presidida por el propio presidente, Manuel Montt. Cumplida esta tarea, el proyecto fue enviado para su aprobación al Congreso Nacional. El 14 de diciembre de 1855 se promulgaba como ley de la República para comenzar a regir el 1 de enero de 1857.
El nuevo código armonizó sabiamente el antiguo derecho de Roma y de España con los nuevos principios de la Revolución Francesa recogidos en el Código Napoleónico. A diferencia de las excentricidades que cometían algunos gobiernos de la región, como el de Andrés Santa Cruz, que en su tiempo había dispuesto la traducción y promulgación del Código Napoleónico para Bolivia, Andrés Bello supo adaptar a la realidad cultural americana la tradición jurídica europea. Por esta razón, fue adoptado como propio por otros gobiernos americanos y en Chile se encuentra aún vigente, aunque, obviamente, con cambios significativos.